6 abr 2013

The Sugarplastic


Era un tiempo en el que se compraba música; todavía no existían los programas P2P, ni Rapidshare, ni Spotify, ni nuestro cachalote de Megaupload pululaba con su macroimperio desafiando las leyes. Ni tan siquiera esa mafia consentida llamada SGAE cobraba sin pudor mucho más de lo que realmente le tocaba por cualquier compás. Era una época en que ser melómano se pagaba, a base de bien, pero se pagaba a gusto, sin traumas. La sensación de comprar un disco y no saber lo que te podía deparar dotaba de morbo cada compra. Tengo bastantes discos comprados por la portada, cosa habitual en esa no tan lejana era, que son una bazofia con bonita portada. Al contrario también sucedía; eso sí, cuando acertabas, el sentimiento era tan grande que justificaba cada error con creces. Ese acierto era el súmmum de cualquier melómano que se precie. En ese deporte de riesgo en que consistía comprar música andábamos metidos varios amigos que huíamos del ‘bakalao’ y de los lugares ‘preindies’.
Una vez al mes, quedábamos para escuchar nuestras recientes adquisiciones en el improvisado club musical en que se convertía la casa de un gran amigo y maestro, al que en adelante llamaré Christopher. Entre los montones de discos que aportábamos a cada reunión, se podían encontrar grupos o productores como: Gentle People, Papas Fritas, Fila Brazilia, My Life Story, Losfled, Eggstone, Alpine Stars, The Beta band, William Orbit, Stereolab, Juri Hulkkonen, The Divine Comedy, Bent, Dubstar, Ian Poley, Titán, Czerkinsky, Belle and Sebatian, Dadamphreaknoizpunk, LHB… y un sinfín más que componían una amalgama musical en la que descubrías de todo, bueno y malo, donde lo primordial era la música y compartir tus conocimientos con todos los invitados.
Aquella mañana, Christopher tenía un as en la manga. Mentiría si les dijese que en aquellas citas musicales descubrir el temazo del día no era similar a ganar un trofeo por el que siempre te recordarían. Christopher sacó de su pequeña maleta de latón un CD con una extraña caratula y me dijo: “¿Conoces a The Sugarplastic?”. Nunca olvidaré cuando subió la ganancia de la mesa de mezclas y empezó a sonar Soft Jingo, envolviendo mis oídos con su aura sinuosa y burlona. Recuerdo cómo se me encogió el estómago, el corazón se me aceleró y mis pelos se pusieron de punta, cosa no habitual estando sobrio. Era magia, sinergia ritual, puro respeto por algo distinto en tiempos de sonidos facilones. Se abría ante mí un universo hermosamente extraño: el universo de The Sugarplastic.
El primer álbum de la banda californiana fue Radio Jejune, disco que llegó a España en el año 95. Debido a la fresca calidad que atesoraba, se les empezó a comparar con Pixies, The Kinks, 10cc, The Talking Heads y, por supuesto, XTC. El siguiente disco no se hizo esperar; en el año 96 salía al mercado: Bang, The Earth is Round,  añadiendo a las voces adicionales a la hermosísima Gretchen Parlato, hoy en día considerada una de las mejores voces femeninas de ‘jazz’. Sin lugar a dudas, uno de los mejores discos de los flojos años 90 y uno de los que compone la banda sonora de mi vida, con Soft Jingo a la cabeza. Doce temas que van desde el ‘avant-country-folk’ hasta el reptante ‘power-pop’. El grupo estaba compuesto por Ben Eshbach, un afilador de guitarras con múltiples voces, Kiara Geller, que se encargaba de tocar el bajo de forma sincrónica, y Josh Laner, que golpeaba como hielo seco la batería. Juntos crearon un sonido exclusivo como pocos, repleto de magnetismo único. En la época se ganó el adjetivo de disco raro, incluso para los más eruditos del lugar.
Después de su segundo álbum les perdí la pista, hasta que internet entró en nuestras vidas informándonos de todo. Empecé a investigar pero la poca información disponible en la red me hacía sospechar que The Sugarplastic era un grupo tan inusual como sus canciones. Descubrí en la amarcianada web del grupo una biografía escrita por el singular Ben Eshbach, que avivó todas mis sospechas de que The Sugarplastic eran una ‘rara avis’ en la historia de la música independiente. Cuando contacté, o más bien abordé, a Kiara Geller, mis sospechas se confirmaron con rotundidad: The Sugarplastic eran una banda al oeste del ‘indie’.
Ben y Kiara se conocieron en un campamento de verano; Kiara contaba con quince años y Ben, con veinte. Por motivos de ‘overbooking’, los chicos que iban al instituto tuvieron que compartir habitación con los de la universidad. Ben y Kiara trabaron amistad de inmediato. A partir de ese momento, se convirtieron en hermanos de sangre. Cuando conocieron a Josh, el grupo tuvo a su tercer miembro. Ben se encargaría de la guitarra, Kiara del bajo y Josh de la batería… pero faltaba un cantante. Después de alguna desafortunada prueba, se decidió que fuese Ben el que cantase. Ben nunca se sintió cómodo cantando ante el público; sufría el temido miedo escénico; pensaba que no lo hacía bien y que la gente se burlaba de él. Esto hizo que las actuaciones nunca excedieran de los veinticinco minutos —Kiara me contaba que para los amigos han llegado a tocar más de tres horas—. Con el tiempo, Ben empezó a sentirse más cómodo en el escenario, pero lo que más le gustaba era grabar canciones.
Tras la firma con Geffen Records y la grabación de sus dos primeros discos, todo empezó a ir muy rápido y las divergencias no tardaron en llegar: nunca entendieron el motivo por el que se les empujaba a vender discos y a estar permanentemente atentos a la promoción; ellos entendían la música de otra forma, simplemente como forma de vivir una amistad imperecedera. “The Sugarplastic siempre será un grupo. La banda es un reflejo de mi amistad con Ben y el trabajo que supone para nosotros. Estar en The Sugarplastic durante tanto tiempo es como estar en un culto”, me contaba Kiara con su halo de amabilidad y humildad. Tras sus dos primeros discos, rompieron el contrato con Geffen y empezaron a grabar por su cuenta. Según cuenta Ben en la pagina del grupo, “fue una negociación cara, pero era una sensación increíble de libertad”. Después de su salida de Geffen, Josh Laner abandonó la banda por desgaste y en su lugar entró David Cunningham como miembro fijo a la batería.
Después de tres años de grabación, salió a la venta su tercer álbum, titulado Resin (2000). El disco es una reafirmación del espíritu de la banda, alejando las comparaciones definitivamente y demostrando que tenían un sonido propio y nada manido, difícil de digerir por oídos profanos. Mientras grababan Resin, se puso en contacto con ellos Craig McCracken, el creador de Las Supernenas, y les pidió que le compusieran un tema. La canción en cuestión es la divertidísima: Don’t Look Down, donde Ben demuestra los registros dispares de su voz y el filo de su guitarra. De forma casi clandestina, salieron sus siguientes trabajos: Primitive Plastic (2001) y 7x7x7 (2005). Kiara me escribía lo siguiente sobre ambos discos: “Se hicieron solo trescientas copias. Debo de tener diez de cada uno”. También en 2005 salió Will, un disco repleto de ‘dream-pop’, con vaivenes imprevisibles y trepidantes. La última aportación musical la hizo Ben junto a Matthew Kelly (The Autumns) con la formación de The Soviet League y el disco bajo el mismo nombre editado en 2010; disco que, a mi juicio, es de lo mejor de esa añada. Un disco diferente y distintivo, donde se atreven hasta con el ‘electro-pop’; una joya para escuchar tranquilamente y desintoxicarnos de toda esa basura que nos venden las revistas de tendencias como si fuera oro. Kiara me describía cual es la situación de The Sugarplastic en la actualidad: “Estamos en el proceso largo de  retomar y terminar canciones  que empezamos hace tiempo. Ahora Ben está trabajando en un interesante álbum como solista de guitarra y yo estoy componiendo música para una serie de dibujos animados llamada Animal Control”.
Vivimos un tiempo en el que no se compra música, en el cual los discos duros almacenan miles y miles de canciones que jamás serán escuchadas; un tiempo donde la música se “oye” mientras se mira Facebook o Twitter y, al mismo tiempo, uno se descarga porno. Donde los músicos ya no venden su alma al diablo para tocar mejor, sino para ganar dinero y follar más que nadie. Pero todavía existen grupos que no puedes escuchar en Spotify, ni descargar en Rapidshare, ni siquiera en P2P. Grupos que hacen música para generar sensaciones, que en definitiva, hasta que llegó la mercadotecnia, era la base de todo arte: espíritus libres que te hacen sentir a través de su arte imperecedero… “Lo que recuerdo de Soft Jingo son un par de cosas en realidad. Cuando estábamos trabajando en ella, yo realmente creía en ella. La línea del bajo era la cosa más emocionante que nunca he tocado. Nuestro productor, Colin, me instó a hacer cuatro líneas de bajo idénticas; creo que quería estar seguro de tenerlas perfectas y le di cuatro perfectas. Es la única canción en la que he estado nervioso a la hora de grabar porque quería que fuera perfecta. Recuerdo que Ben se reservó un par de piezas en secreto hasta que realmente nos pusimos a grabarla. Un momento verdaderamente mágico cuando Ben comenzó a tocar el solo de guitarra por primera vez. Realmente transcendió todo lo que estábamos haciendo. Fue todo único. También las guitarras que salen de las voces al final del coro son un cliché de guitarra muy singular que sólo Ben podía conseguir. Tiene un toque extraño y desigual, pero fácil de escuchar”. Gracias por todo, Kiara, y larga vida a The Sugarplastic.

1 abr 2013

Bienvenidos...o no.

Al oeste del indie es un blog book sonomatográfico. En este espacio mostraré todas mis actividades, utilizando el blog como un book profesional. Aglutinaré mis programas de radio, mis artículos e, incluso, mis cortos y sesiones como DJ. Bienvenidos a Al oeste del indie, lugar que se rige en el lado más autentico de la independencia, alejándose del invento comercial de este siglo: el indie. Una marca disfrazada para que los que la usan se crean mejores que los que escuchan música comercial a pecho descubierto. 

31 mar 2013

Yo, DJ de saldo

                  La diferencia entre un melómano y alguien al que le gusta la música radica en cuánto tiempo de su vida se mide por recuerdos musicales; mi vida es un musical.
Cuando la melomanía te azota con fuerza, deseas compartir tus conocimientos musicales con el resto del mundo para que pueda sentir tus mismas sensaciones. En ese preciso momento es cuando te haces DJ. Básicamente, este precepto es la base: ser un melómano empedernido que se dedica a mostrar al público la música que encuentra tras largas jornadas de escucha, la selecciona y la pincha. Otra de las claves es dar a conocer grupos que jamás tendrán la oportunidad de ser escuchados en los medios convencionales ni serán referenciados en casi ninguna revista para así cumplir el ciclo vital de la música independiente. Suponiendo que se cumplan todas esas normas que recapitulo y recalco: melomanía empedernida, sensibilidad musical, capacidad de selección, destreza en la mezcla, adaptarse al estilo y horario de la sala, saber mirar al público y ofrecer conocimientos musicales a los que no accede el usuario de a pie. Llegando a cumplir todas esas normas y reglas del buen pinchadiscos, nunca, jamás de los jamases, se pongan como se pongan, el DJ será un artista o hará arte. El mero respeto de un profesional de la cabina por los artistas que hacen la música que pincha, que son los que hacen arte, debe alejar cualquier atisbo, ínfula u otras memeces de artisteo de la cabeza de un DJ. El DJ es como un galerista de arte; puede ser ingenioso y carismático, tener buen gusto y una técnica fabulosa para juntar cuadros… pero nunca será De Chirico.
Dicho esto, me resulta chocante ver cada día a más DJ de nuevo cuño que se consideran artistas por poner música, casi la totalidad de ellos con controladora —también llamada simuladora de pinchar—; incluso alguno te exige una entrevista. Sin embargo, la mayoría de ellos no cumple ningún requisito ni siquiera para ser un juntacanciones; ¿cómo demonios pretenden ser artistas? De todas la profesiones afectadas por la piedra filosofal del siglo veintiuno, o sea, internet, la de selector musical es de las más ninguneadas por el intrusismo banal de los nuevos adeptos. Ávidos de fama fácil e insustancial, sacan provecho de todos los defectos que ostenta la profesión desde hace años: las drogas, la incultura musical, el conservadurismo de los dueños de las salas y la modernez decadente y anticuada. Hoy en día para ser DJ tienes que ser relaciones públicas y cobrar por las cabezas congregadas en la sala. Para ganar un buen sueldo tienes que ser el Paquirrín de turno, el guitarrista/cantante/batería de un grupo de moda en tiempos de crisis y pinchar para ganar un caché que no te mereces. O lo que es peor, casarte con una musa de una movida que debería estar enterrada porque ya apesta —la movida, no la musa; no la liemos todavía que aún hay más.
Pese que el alegato que voy escribiendo pueda parecer de carácter meramente laboral, no se dejen llevar por las apariencias, es por amor al arte. Aunque los DJ no son artistas, sí sirven para diseminar ese arte. Pero esa maravillosa labor se está perdiendo junto con cada letra del otrora glorioso término independiente; ser DJ se ha convertido en un desfile donde vemos pasar monigotes disfrazados, gente
sin criterio musical, pelotas cabineros venidos a más, ‘rock stars’ de postín, tronistas ciclados y triunfitos fracasados. Todos ellos llegan al unísono a una profesión vulgarizada gracias a intereses in-dependientes cada vez mayores, a una fama muy alejada de la verdadera razón musical. Hay más DJ interesados en ser alguien que en la música, afanosos de una fama palaciega y fugaz. Cada día es más fácil ver a un sucedáneo de DJ haciendo el mono encima de un bafle mientras suena por milésima vez el aberrante ‘Hey, Boy, Hey, Girl’, de los Chemical Brothers; cada día son más los que creen que la ecualización es una fórmula matemática; cada día es más difícil oír una buena sesión y más fácil escuchar la misma cantinela; y si me apuran, cada día es más difícil ver a un DJ hacer su trabajo con dignidad. Afortunadamente, sigue habiendo DJ de verdad de la buena, de esos que no se creen artistas y siguen viviendo para la música —y no de la música—. Desde esta modesta sección, a todos ellos les digo: gracias por no sucumbir; seguiremos luchando.